martes, 21 de febrero de 2012

Ilusiones


Durante meses, dediqué los martes de cada semana a mirar desde la barra de aquel restaurant, a la mesa para dos personas pero curiosamente ocupada por una, ubicada siempre contra la ventana que da al centro de la ciudad.

Durante meses, contemplé esa mesa y a la mujer que la ocupaba. Lo único que sabía sobre ella, era que todos los martes a las nueve y doce minutos, se sentaba en soledad a beber una copa de vino. A las nueve y quince minutos, un vago se acercaba, le pedía unas monedas y se retiraba. Ella siempre se las daba. A las nueve y cuarenta y ocho minutos finalmente, dejaba el dinero de su copa de vino sobre la mesa y se marchaba.

Antes de salir, sin embargo, volteaba sobre sus hombros y me miraba con curiosidad. Luego, efectivamente se iba del recinto hasta el martes próximo. Una vez afuera, yo ordenaba mi propia copa de vino y reflexionaba sobre lo magnífico de aquella mujer. Mi única conclusión era que su magnificencia se debía a su evidente belleza. Era la mujer más hermosa que alguna vez había visto.

Durante meses, renegué mi ya renegada existencia a observar a la mujer de mis sueños. La rutina no se vio quebrada nunca, hasta que alguien inesperado entró en escena.

Hace algunos martes, a las nueve y quince minutos, sucedió algo en verdad extraño. El vago tomó las monedas amablemente entregadas por aquella mujer, pero no salió del lugar ni fue a otras mesas a conseguir algún dinero extra como habitualmente hacía. En cambio, el vago me miró y se dirigió hacia el lugar que yo ocupaba. Así se sentó a mi lado, me tomó del hombro y me dijo al oído:

La distancia entre el universo de las ilusiones y el mundo de los cuchillos es casi tan ínfima como la concreción del más inocente deseo. Esa barrera endeble alimenta el deseo y embriaga de poder a las fuerzas de una ilusión. 
Lo único que puede apartar a un hombre de su ilusión entonces, es la realidad.

Un niño desborda de ilusión y no hay realidad que pueda ser más concreta que su propio deseo.
El niño duerme y vive en una realidad de ensueño. Quizás sólo al despertar desespere, al encontrarse ante la más vívida pesadilla. Pero no es suficiente para quebrantar la ilusión del niño, ni siquiera puede debilitarla. Su ilusión en cambio pinta una sonrisa burlona en la cara de la perversa pesadilla. Realidad, para el no niño.

Sin embargo el no niño sabe algo. Siempre mira de reojo a su controlada ilusión. Nunca deja que lo desborde, pero la espía. Pues el no niño sabe que de concretarse su ilusión, ésta se transformaría en realidad, y su tediosa realidad, en maravillosa ilusión.

Pero el golpe de una ilusión que se desangra es aún más doloroso que la no ilusión. La desilusión, mata. La no ilusión invita a vivir, pero sólo hasta morir. Vivir en la no ilusión es protegerse. Es el escudo impenetrable que cada uno de nosotros, no niños, construimos para evitar la muerte.

El problema, es que yo nunca dejé de ser un niño. En todo caso, siempre se puede pintar una sonrisa burlona.

El vago bebió el último trago de su cerveza y se marchó sin que nadie lo notara. Por mi parte, pedí prestados al mozo algunos lápices de colores y me acerqué sonriente a la mesa para dos personas pero curiosamente ocupada por una, ubicada siempre contra a la ventana que da al centro de la ciudad.

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