viernes, 11 de enero de 2013

Prosa de Julia

Lento, pesado, denso. El aire golpea inclemente por cada paso. 
Y de inclemencia entiende la superficie arenosa que retrasa el avance. 
Voy. Persisto. Medio muerto; medio vivo. Respiro. Y me quemo.

Veo el útero del horizonte, la humedad la envuelve. Allí está, Julia.
Voltea sobre su hombro. Blanca y estridente puerta de entrada, y salida.

Sólo lujuria aspiro de tu sexo. Vil asesina de formas.
Sendero de clavos manchados de mi sangre.

No hay dos espaldas. 






viernes, 5 de octubre de 2012

Bruno y Alejandra


Llegamos al cuarto de hotel, afín con la módica suma que habíamos pagado por aquella noche.  No cupo en mí más que desconcierto, al encontrarme con que aquello era una auténtica pocilga.
El lugar consistía en cuatro paredes insulsas con cáscaras de aparente pintura blanca desprendiéndose a cada minuto. Polvo por doquier; en el piso, en el techo, en los muebles y también en la asombrosa telaraña que atravesaba sin tapujos todo el frente de la habitación. No había ventanas, ni ventilador. Mucho menos había aire. Lo poco que se respiraba era la conjunción de humos y viejos sudores evaporados. La silla que más tarde ocuparía para mi misión tenía el respaldo roto y astillado, mientras que la pata trasera (derecha) amenazaba con quebrarse de un minuto a otro. Frente a mí, ocupando todo el ancho del recoveco aquél, estaba la cama.
Era digna de lástima. No tenía sábanas, únicamente una pequeña manta agujereada por cigarrillos que no cubría ni la mitad de la superficie total. Parecía puesta a propósito, sólo para burlarse de quiénes intentaran usarla. El colchón, por su parte, acusaba no más de cinco centímetros de alto y dos grandes baches en su lado izquierdo. Debajo estaba el soporte propiamente dicho, hecho de catorce maderas duras como la roca misma. De las almohadas se podrían decir muchas cosas, pero para qué gastar palabras si el carácter de “ausente” bien lo resumía todo. Lo más irritante de aquella cama, de cualquier manera, era el sonido agudo que salía en forma de estruendo apenas alguno se apoyaba en ella.
No me sentía para nada a gusto y sin embargo, allí estábamos: Bruno, Alejandra y yo. Veía en ellos rostros despreocupados, naturales, haciendo gala de una destacada ignorancia en lo que al contexto refería. No podía yo, en todo caso, más que sumarme a su parsimonia y esperar a que todo comenzara. Seguía enamorado de ellos, o mejor, de su fusión, de su camino y de su resultado. Tanto era así, que ellos no sólo habían aceptado mi idea sino que además habían hecho una contraoferta: en lugar de escuchar su relato, me invitaron a vivenciar todo y escribirlo desde mi entero punto de vista. Temían tergiversar la historia, exagerar su amor o bien descubrirse en una criminal omisión de detalles. Ellos habían leído mi escasa obra, pero tal atributo no fue en absoluto significativo como si mi entrega total a la narración del amar. Querían que yo participara y en el acto hiciera lo que mejor sabía hacer. No lo dudé siquiera un segundo, la potencial escena había sido reina entre mis fantasías, y así supo cómo convertirse en la más perversa y fascinante historia de amor. Acepté de inmediato. Y allí estábamos, en el hotel más barato de todo Buenos Aires. Solos Bruno, Alejandra y yo.
Me acomodé en la vieja silla. No fue fácil, puesto que la pata moribunda generaba un balanceo constante gracias al peso de mi cuerpo. De cualquier manera tomé mi cuaderno y mi lapicera, a la espera de lo que pronto acontecería frente a mí. El temblequeo incesante de aquellos elementos en mi mano decía con claridad que no estaba tranquilo. Y no lo estaba, ciertamente. Una rara sensación de ansiedad mezclada con nervios me recorría el vientre, la columna, las extremidades. Veía a Alejandra, tan hermosa y tan salvaje, a punto de encontrarse allí con Bruno, tan amable y tan sincero, como siempre lo había sido, al menos conmigo.
Miré cómo Bruno tomaba gentilmente de la mano a Alejandra y la invitaba a la cama,  guiándola hasta el borde, donde juntos permanecerían sentados algunos minutos. En ese momento no hablaron nada, sólo dijeron mediante sonrisas y otros ademanes. No emitían palabra y yo sin embargo, hubiera podido escribir un libro entero con todo lo que sucedía. Cada vez que sus ojos se encontraban, cualquier cosa que pudiera estar sucediendo a su alrededor se tornaba redundante. El tiempo mismo carecía de significado. Los espacios aparecían borrosos, secundarios; fuera de foco. Esa imagen ya la había visto en millares de ocasiones. Sin ir más lejos, así fue cómo los conocí, en una helada noche lejos de Argentina, en un pequeño bar que esperaba frenético el primero de enero.
Recuerdo con claridad que Bruno y Alejandra, al contrario del mundo, no prestaban atención al enorme reloj de pared que en cinco minutos marcaría las doce y el comienzo de un nuevo año. En lugar de ello se miraban, completamente abstraídos del entorno, perdidos en el otro y con un deseo que jamás había visto. Podía notarlo en el movimiento de sus corneas, que rebotaban y rebotaban perfectamente a la par, como si alguna pieza musical los conectara e indicara cuando caer en el tempo exacto. Sus manos estaban siempre tomadas, por supuesto. Y cada tanto, ambos utilizaban sus pulgares para acariciar algún dedo del otro. La mirada, claro está, nunca salía de su lugar. Ni siquiera cuando se besaban. Podían hacerlo suavemente o con fiereza, con mayor amor o con una sonrisa lujuriosa, pero nunca cerraban los ojos ni los desviaban del objetivo.
Desde mi perspectiva, aquello era fastuoso. No entendía por qué tal magnificencia me causaba cierto malestar, sin embargo.
Entonces volví de golpe a Buenos Aires, al espantoso cuarto de hotel, y me concentré en Alejandra. Esa mujer sintetizaba en un cuerpo lo que muchas me habían dado sólo por partes. Era verdaderamente hermosa. De lejos, cualquier mortal con buen ojo podía apreciar la suavidad de su piel rosada. No hacía falta tocarla y mucho menos besarla para darse cuenta de eso. La evidencia, por ejemplo, se veía en los sofisticados cortes que se dibujaban en sus pómulos. No dejaban ver una cara redonda ni una mujer de facciones huesudas. El trazo era tan perfecto, que observada de perfil podía verse el brillo de su cutis. Y más aún, cuando se contrastaba con la opacidad de cualquier otro objeto que la secundara. Podía este objeto ser la creación más bella de este mundo, pero con Alejandra, hasta Dios enfrente de un espejo se veía opaco.
Empecé a imaginarla mirándome. Sí, dos ojos grandes y de un azul profundo. Sus pupilas negras dilatadas por el impacto de la luz tenue del velador, que al mismo tiempo irritaba sus lagrimales.  Así se embellecía aun más el azul oceánico de su mirada. Me permití arrimarme a la costa, siempre consciente de que ahora, ambos comenzaban a desvestirse.
Fue en ese instante que me miró directo a los ojos. Bruno desabrochó con paciencia los botones de la camisa de Alejandra, mientras ella lo envolvía con sus manos. Arrojó la prenda al piso, con los brazos de Alejandra aun rodeando su cabeza. No supe bien cuándo, pero también le había sacado los pantalones. Podía ver su cuerpo casi desnudo, algo quemado por el primer sol de la primavera y con una excelente curvatura. Sus manos habían encontrado un nuevo lugar en la cintura de Bruno.
Comenzó a besarla en el cuello; primero suave, con ternura, deslizando sus labios casi hasta sus hombros y volviendo a subir sin presionar demasiado, hasta chocarse de lleno con su mentón y volver a empezar. El secreto estaba exactamente ahí, en guiar a su boca sin hacer fuerza con ésta, dejando que sus labios juguetearan con la fricción que generaba el roce con la piel de Alejandra.
De un segundo al otro, dejó escapar una leve sonrisa y desvió la mirada. Bruno ahora subía por su cuello con destino intermedio en sus orejas. Primero la izquierda. Mordió muy despacio su lóbulo; una vez, dos veces, tres veces. Pude ver la manera en que Alejandra comenzaba a apretar cada vez con más fuerza la espalda de Bruno. Empezaba a presionar con sus uñas, mientras su hombre proponía una danza bellísima y por demás concupiscente entre su lengua y el oído de aquella hermosa mujer. Se escucharon gemidos. Sí, la respiración de Alejandra se oía cada más agitada y en cada suspiro se podía sentir el inmenso amor que tenía por Bruno.  Él, en respuesta, la tomó fuerte de la nunca y la besó en la boca. Ella respondió, naturalmente.
La carga erótica dominaba la escena. Eran Bruno y Alejandra, y yo los miraba de reojo a través de mi birome. Ellos querían que los viera, que los bajara a un papel, que volcara en cada letra el amor animal que se tenían. Sin embargo, ahora la pantalla estaba claramente partida y permitía ver dos filmes completamente diferentes. Como cuando los vi por vez primera. Nuevamente, se presentaba ante mí la otra cara de la manzana de Adán, el doble filo de la belleza atravesada por la extraña sensación de malestar. Aquel 31 de diciembre, entendí que el peligro sólo podía afectarme a mí. Y así continué desde mi perspectiva, cerca pero no tanto de esos dos desconocidos que no paraban de mirarse. Yo, contra la ventana nevada, no paraba de mirarlos.
Un grito de Alejandra me trajo una vez más a Buenos Aires; al sucio cuarto de Hotel, a la repugnante cama y aun así, a la más espectacular escena que pudiera haber visto en mi vida. Me precipité sobre la hoja de papel y me dispuse a seguir escribiendo. Bruno ya no besaba su cuello ni sus orejas. Ahora sus labios y en especial su lengua devoraban a Alejandra de cuerpo entero. Mordía sus senos y se divertía con el baile de sus pezones. De a poco sus manos usurparon el lugar de su boca y ésta, condujo por el camino de su ombligo hasta dar en la potencia de sus muslos. Alejandra estiraba con fuerza sus piernas, en una evidente voluntad de extender el placer de un orgasmo que ya no podía disimular. Bruno sabía lo que hacía en su entrepierna, y no dudó en estacionarse allí.
Fue una imagen que duró varios minutos; Alejandra recostada con las piernas flexionadas, tomando suavemente la cabeza de su amante que besaba incesantemente su vientre y sujetaba con firmeza sus senos. Yo escribía. Mi exhaustividad para retratar cada detalle funcionaba. Las marcas de sus cuerpos, las fricciones, el olor del sexo. Me estaban dando su completa desnudez.
Pensé en cómo estaban vestidos la noche en que los conocí. Su desnudez me abrumaba, pero no podía engañarme. Alejandra vestida era un arma muy poderosa. Recuerdo que llevaba puesto un vestido verde escotado que exhibía muy poco pero no ocultaba lo esencial. La prenda no pasaba sus rodillas, pero el pequeño corte que tenía sobre la pierna izquierda terminaba por hacer de aquella obra un gran misterio, e invitaba querer un poco más de esa mujer. Alrededor de su cuello tenía un collar de plata que hacía juego con sus aros, y sobre sus hombros semidesnudos caía lentamente su pelo lacio y de color castaño. Era tanto como una fotografía perfecta.
En Buenos Aires su pelo iba de aquí para allá con simpático desorden, mientras ella escupía risas, gemidos y los gritos más bellos que alguien pudiese oír. La imagen de la cabeza de Bruno sobre el vientre de Alejandra se había prolongado ya largos minutos. Sin embargo, bastó con un susurro que no llegué a descifrar, para que una nueva escena comenzara.
De a poco, Bruno fue dejando el vientre de Alejandra para encaminarse en busca de su boca. Fue en ese mismo beso, sí. Allí Alejandra lo condujo a su interior y éste comenzó a penetrarla. Era un espectáculo. Se besaban, se mordían, se tiraban del pelo, se arañaban y rasguñaban. Después se acariciaban y se volvían a besar. Siempre bajo el empuje constante de Bruno y la mirada de uno fija en la del otro. Por nada abandonaban ese juego, que en definitiva era eso: un juego. Uno hermoso sin dudas, que de ninguna forma querían dejar de jugar. Probablemente, hicieran el amor hasta agotarse por completo, hasta vaciar su humanidad entera en el cuerpo del otro.
Yo seguía escribiendo, tres hojas y contando.
No cambiaron nunca de posición. Durante algo más de hora y media, Bruno estuvo sobre Alejandra y ella lo recibió de frente. Y así continuaban, sin siquiera pensar en detenerse para trocar lugares.
Se besaron nuevamente, pero esta vez duró más que besos anteriores. Labios y lenguas por todos lados en plena batalla por la conquista del otro, y no se detenían. Podía verlos amándose con desquicio, pero no sólo verlos; también podía oírlos. Las respiraciones excitadas, los cuerpos húmedos emitiendo todo tipo de sonidos pegajosos, los alaridos de Alejandra y los aullidos de Bruno. Su sexo era soberano sobre todos los sentidos.
Comenzaron a acelerar. Alejandra cruzó sus brazos sobre el cuello de Bruno y él tomó con deliberada fuerza sus piernas. Comenzó a embestirla, sin límite alguno, pilotado únicamente por la voracidad de sus instintos más primitivos. Alejandra mordía los hombros de Bruno, su cuello, su boca, su nariz. Todo esto, y sus miradas aun estaban perfectamente conectadas. Jamás habían desviado la vista, como yo no corría mis ojos de ellos más que para escribir. Del papel a la cama y de la cama al papel. Me di cuenta que yo también estaba empapado en sudor.
Aquella frecuencia rabiosa continuaba y yo temblaba a medida que ellos la extendían. Noté cierta desaceleración pero con mayor potencia. Cada estocada era casi brutal. Parecían estar llegando al final, y Bruno, descargó en una explosión de semen todo el amor que tenía en su cuerpo. Alejandra soltó un bramido sempiterno que rebotó mil veces de pared en pared, transformando el cuarto en una auténtica caja de resonancia amatoria.
Bruno se desplomó casi como sin vida sobre el lado derecho de la cama. Se quedó dormido instantáneamente. Alejandra lo siguió, posándose sobre su pecho y envolviéndose con sus brazos como si fueran un abrigo. Apoyó su cabeza sobre el mentón de Bruno. Estaba boca arriba, casi sin fuerzas también, pero aún estaba despierta.
Yo ya había terminado. La silla estaba al borde del colapso pero no terminaba de romperse. Y mientras me balanceaba, observaba a Alejandra. Respiraba muy profundo y lentamente, con la mirada perdida en el techo. Qué estaría pensando, cuántas imágenes estarían recorriendo su mente.
Sus ojos comenzaron a cerrarse, pero el techo no fue lo último que vio. Levemente inclinó la cabeza y me encontró a mí, tan agotado como ellos, con el lápiz y el cuaderno en mis manos. Me miró directo a los ojos durante algunos segundos, con una pequeña sonrisa. Una vez más, como la primera vez que me vio y yo choqué con sus ojos azules, aquel 31 de diciembre. Una imagen tan bella como inolvidable; Alejandra, sus ojos y el infalible magnetismo sexual de su mirada. El reloj estaba a punto de marcar la media noche y por alguna razón, ella decidió voltearse sobre su hombro semidesnudo, para encontrarme a mí, que desde la mesa que daba a la ventana nevada, no paraba de mirarla.
Y lo recuerdo bien, porque allí también empecé a conocer a Bruno. Al verme acompañado por nadie más que mi bebida, interrumpió amistosamente el circuito de nuestras miradas para que me dirigiera a él. Era especial, sin dudas. Me había visto mirándolos por horas y había dado cuenta de mi perplejidad. Con una seña y una gran sonrisa me invitó a su mesa. Y yo acepté, naturalmente.
En Buenos Aires, Alejandra dormía plácidamente sobre el regazo de Bruno.

miércoles, 20 de junio de 2012

Un día en la vida de Eduardo


Allí va, Eduardo. ¡Qué personaje increíble! Allí va, a paso relajado, tal cual su mente. Hombros caídos pero no derrotados, sino desentendidos de una postura arquetípica que por cierto, nunca portó. Aun así, allí va Eduardo, manos en los bolsillos y la mirada fijamente perdida en la próxima baldosa. ¿Displicente, Eduardo? No, jamás. Él va despreocupado, con una sonrisa irreverente y burlona a propósito del caos. Y a éste le da la espalda, con tranquilidad asombrosa y sin asombro por el terror que al resto la sombra provoca.

Allí va, Eduardo. Tan sereno, tan entero, tan sufrido. Pero no le importa. Y al mundo, que mientras tanto lo pasa frenético y con el mismo miedo que desgarraría el corazón de un niño, le da una oportunidad. No le ofrece luz, sin embargo. Diría que, al contrario, le extiende una mano allí en lo oscuro; se lo presenta, le muestra que no es precisamente malo. Y el mundo se aleja (como siempre) algo más tranquilo. Pero Eduardo no pierde el paso, sigue y sigue caminando. Una vez más, con una sonrisa pícara y los ojos disimuladamente cargados de nostalgia.

Viene de hacer el amor Eduardo. Viene de hacer el amor y con un cigarrillo colgando de sus labios. Y lo pita con exuberancia, de eso no hay dudas. Uno podría sentarse horas a ver a Eduardo fumando, nadie más que él con su cigarrillo en la boca. Primero una bocanada fuerte; apenas si un poco de humo se les escapa y, finalmente, traga el resto. Y con qué plenitud lo exhala. Escupe los restos de su pitada deshaciéndose de gran parte de si. Probablemente, de ésa que quedó en la cama de alguna muchacha a la que le hizo el amor durante horas. Quizás ésa parte de él que nunca fue de él. Pues claro, Eduardo se da para otros. Se deshace del humo como se deshizo de su semen; semen que descansa en el vientre de esa muchacha y que con culpa por amarla sin amarla, largó hace unos instantes desde su boca en forma de humo.

Y a pesar de todo, allí va Eduardo. Su caminar tiene un objetivo y hacia éste se dirige. Qué impotencia, cuánto odio al ver que Eduardo va y va. No importa la vida, no importa el mundo, no importan las palabras. Mucho menos importan aun sus propios temores. Nada lo mueve, nada lo perturba, nada le corre de lugar el punto candente de la mirada a cámara. Ni el mismo hecho de que quizás, este nunca termine de ser su filme. Eduardo no redunda en sentimientos, Eduardo va.

Y así llega a su destino el tan querido Eduardo. Tan querido y sin embargo reincidiendo en una causa circular, en una encrucijada, en una esquizofrénica pero hilarante relación parásita. Con todo esto, Eduardo llegó, como siempre. Tranquilo, como al principio. Con la misma sonrisa burlona, con la misma nostalgia en sus ojos, con la misma culpa cuestionable, pero digna de Eduardo.

Y se ríe. Olas y olas de carcajadas, borbotones de risas y lágrimas que se filtran con gusto a sátira. ¡Qué personaje increíble! Finalmente se sienta Eduardo, con la sonrisa todavía marcada en su rostro. Pide un café, cortado en lo posible, y desliza mientras me mira su bendito y más hermoso cliché: “Dale, contame”.