Allí va, Eduardo. ¡Qué
personaje increíble! Allí va, a paso relajado, tal cual su mente. Hombros
caídos pero no derrotados, sino desentendidos de una postura arquetípica que
por cierto, nunca portó. Aun así, allí va Eduardo, manos en los bolsillos y la
mirada fijamente perdida en la próxima baldosa. ¿Displicente, Eduardo? No,
jamás. Él va despreocupado, con una sonrisa irreverente y burlona a propósito
del caos. Y a éste le da la espalda, con tranquilidad asombrosa y sin asombro
por el terror que al resto la sombra provoca.
Allí va, Eduardo. Tan
sereno, tan entero, tan sufrido. Pero no le importa. Y al mundo, que mientras
tanto lo pasa frenético y con el mismo miedo que desgarraría el corazón de un
niño, le da una oportunidad. No le ofrece luz, sin embargo. Diría que, al
contrario, le extiende una mano allí en lo oscuro; se lo presenta, le muestra
que no es precisamente malo. Y el mundo se aleja (como siempre) algo más
tranquilo. Pero Eduardo no pierde el paso, sigue y sigue caminando. Una vez
más, con una sonrisa pícara y los ojos disimuladamente cargados de nostalgia.
Viene de hacer el amor
Eduardo. Viene de hacer el amor y con un cigarrillo colgando de sus labios. Y
lo pita con exuberancia, de eso no hay dudas. Uno podría sentarse horas a ver a
Eduardo fumando, nadie más que él con su cigarrillo en la boca. Primero una
bocanada fuerte; apenas si un poco de humo se les escapa y, finalmente, traga
el resto. Y con qué plenitud lo exhala. Escupe los restos de su pitada
deshaciéndose de gran parte de si. Probablemente, de ésa que quedó en la cama
de alguna muchacha a la que le hizo el amor durante horas. Quizás ésa parte de
él que nunca fue de él. Pues claro, Eduardo se da para otros. Se deshace del
humo como se deshizo de su semen; semen que descansa en el vientre de esa
muchacha y que con culpa por amarla sin amarla, largó hace unos instantes desde
su boca en forma de humo.
Y a pesar de todo, allí
va Eduardo. Su caminar tiene un objetivo y hacia éste se dirige. Qué
impotencia, cuánto odio al ver que Eduardo va y va. No importa la vida, no
importa el mundo, no importan las palabras. Mucho menos importan aun sus
propios temores. Nada lo mueve, nada lo perturba, nada le corre de lugar el
punto candente de la mirada a cámara. Ni el mismo hecho de que quizás, este
nunca termine de ser su filme. Eduardo no redunda en sentimientos, Eduardo va.
Y así llega a su
destino el tan querido Eduardo. Tan querido y sin embargo reincidiendo en una
causa circular, en una encrucijada, en una esquizofrénica pero hilarante
relación parásita. Con todo esto, Eduardo llegó, como siempre. Tranquilo, como
al principio. Con la misma sonrisa burlona, con la misma nostalgia en sus ojos,
con la misma culpa cuestionable, pero digna de Eduardo.
Y se ríe. Olas y olas
de carcajadas, borbotones de risas y lágrimas que se filtran con gusto a
sátira. ¡Qué personaje increíble! Finalmente se sienta Eduardo, con la sonrisa
todavía marcada en su rostro. Pide un café, cortado en lo posible, y desliza
mientras me mira su bendito y más hermoso cliché: “Dale, contame”.
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