Llegamos al cuarto de hotel, afín
con la módica suma que habíamos pagado por aquella noche. No cupo en mí más que desconcierto, al
encontrarme con que aquello era una auténtica pocilga.
El lugar consistía en cuatro
paredes insulsas con cáscaras de aparente pintura blanca desprendiéndose a cada
minuto. Polvo por doquier; en el piso, en el techo, en los muebles y también en
la asombrosa telaraña que atravesaba sin tapujos todo el frente de la
habitación. No había ventanas, ni ventilador. Mucho menos había aire. Lo poco
que se respiraba era la conjunción de humos y viejos sudores evaporados. La
silla que más tarde ocuparía para mi misión tenía el respaldo roto y astillado,
mientras que la pata trasera (derecha) amenazaba con quebrarse de un minuto a
otro. Frente a mí, ocupando todo el ancho del recoveco aquél, estaba la cama.
Era digna de lástima. No tenía
sábanas, únicamente una pequeña manta agujereada por cigarrillos que no cubría
ni la mitad de la superficie total. Parecía puesta a propósito, sólo para
burlarse de quiénes intentaran usarla. El colchón, por su parte, acusaba no más
de cinco centímetros de alto y dos grandes baches en su lado izquierdo. Debajo
estaba el soporte propiamente dicho, hecho de catorce maderas duras como la
roca misma. De las almohadas se podrían decir muchas cosas, pero para qué
gastar palabras si el carácter de “ausente” bien lo resumía todo. Lo más
irritante de aquella cama, de cualquier manera, era el sonido agudo que salía
en forma de estruendo apenas alguno se apoyaba en ella.
No me sentía para nada a gusto y
sin embargo, allí estábamos: Bruno, Alejandra y yo. Veía en ellos rostros
despreocupados, naturales, haciendo gala de una destacada ignorancia en lo que
al contexto refería. No podía yo, en todo caso, más que sumarme a su parsimonia
y esperar a que todo comenzara. Seguía enamorado de ellos, o mejor, de su
fusión, de su camino y de su resultado. Tanto era así, que ellos no sólo habían
aceptado mi idea sino que además habían hecho una contraoferta: en lugar de
escuchar su relato, me invitaron a vivenciar todo y escribirlo desde mi entero
punto de vista. Temían tergiversar la historia, exagerar su amor o bien
descubrirse en una criminal omisión de detalles. Ellos habían leído mi escasa
obra, pero tal atributo no fue en absoluto significativo como si mi entrega
total a la narración del amar. Querían que yo participara y en el acto hiciera
lo que mejor sabía hacer. No lo dudé siquiera un segundo, la potencial escena
había sido reina entre mis fantasías, y así supo cómo convertirse en la más
perversa y fascinante historia de amor. Acepté de inmediato. Y allí estábamos,
en el hotel más barato de todo Buenos Aires. Solos Bruno, Alejandra y yo.
Me acomodé en la vieja silla. No
fue fácil, puesto que la pata moribunda generaba un balanceo constante gracias
al peso de mi cuerpo. De cualquier manera tomé mi cuaderno y mi lapicera, a la
espera de lo que pronto acontecería frente a mí. El temblequeo incesante de
aquellos elementos en mi mano decía con claridad que no estaba tranquilo. Y no
lo estaba, ciertamente. Una rara sensación de ansiedad mezclada con nervios me
recorría el vientre, la columna, las extremidades. Veía a Alejandra, tan
hermosa y tan salvaje, a punto de encontrarse allí con Bruno, tan amable y tan
sincero, como siempre lo había sido, al menos conmigo.
Miré cómo Bruno tomaba
gentilmente de la mano a Alejandra y la invitaba a la cama, guiándola hasta el borde, donde juntos
permanecerían sentados algunos minutos. En ese momento no hablaron nada, sólo
dijeron mediante sonrisas y otros ademanes. No emitían palabra y yo sin
embargo, hubiera podido escribir un libro entero con todo lo que sucedía. Cada
vez que sus ojos se encontraban, cualquier cosa que pudiera estar sucediendo a
su alrededor se tornaba redundante. El tiempo mismo carecía de significado. Los
espacios aparecían borrosos, secundarios; fuera de foco. Esa imagen ya la había
visto en millares de ocasiones. Sin ir más lejos, así fue cómo los conocí, en
una helada noche lejos de Argentina, en un pequeño bar que esperaba frenético
el primero de enero.
Recuerdo con claridad que Bruno y
Alejandra, al contrario del mundo, no prestaban atención al enorme reloj de
pared que en cinco minutos marcaría las doce y el comienzo de un nuevo año. En
lugar de ello se miraban, completamente abstraídos del entorno, perdidos en el
otro y con un deseo que jamás había visto. Podía notarlo en el movimiento de
sus corneas, que rebotaban y rebotaban perfectamente a la par, como si alguna
pieza musical los conectara e indicara cuando caer en el tempo exacto. Sus
manos estaban siempre tomadas, por supuesto. Y cada tanto, ambos utilizaban sus
pulgares para acariciar algún dedo del otro. La mirada, claro está, nunca salía
de su lugar. Ni siquiera cuando se besaban. Podían hacerlo suavemente o con
fiereza, con mayor amor o con una sonrisa lujuriosa, pero nunca cerraban los
ojos ni los desviaban del objetivo.
Desde mi perspectiva, aquello era
fastuoso. No entendía por qué tal magnificencia me causaba cierto malestar, sin
embargo.
Entonces volví de golpe a Buenos
Aires, al espantoso cuarto de hotel, y me concentré en Alejandra. Esa mujer
sintetizaba en un cuerpo lo que muchas me habían dado sólo por partes. Era
verdaderamente hermosa. De lejos, cualquier mortal con buen ojo podía apreciar
la suavidad de su piel rosada. No hacía falta tocarla y mucho menos besarla
para darse cuenta de eso. La evidencia, por ejemplo, se veía en los sofisticados
cortes que se dibujaban en sus pómulos. No dejaban ver una cara redonda ni una
mujer de facciones huesudas. El trazo era tan perfecto, que observada de perfil
podía verse el brillo de su cutis. Y más aún, cuando se contrastaba con la
opacidad de cualquier otro objeto que la secundara. Podía este objeto ser la
creación más bella de este mundo, pero con Alejandra, hasta Dios enfrente de un
espejo se veía opaco.
Empecé a imaginarla mirándome.
Sí, dos ojos grandes y de un azul profundo. Sus pupilas negras dilatadas por el
impacto de la luz tenue del velador, que al mismo tiempo irritaba sus
lagrimales. Así se embellecía aun más el
azul oceánico de su mirada. Me permití arrimarme a la costa, siempre consciente
de que ahora, ambos comenzaban a desvestirse.
Fue en ese instante que me miró
directo a los ojos. Bruno desabrochó con paciencia los botones de la camisa de
Alejandra, mientras ella lo envolvía con sus manos. Arrojó la prenda al piso,
con los brazos de Alejandra aun rodeando su cabeza. No supe bien cuándo, pero
también le había sacado los pantalones. Podía ver su cuerpo casi desnudo, algo
quemado por el primer sol de la primavera y con una excelente curvatura. Sus
manos habían encontrado un nuevo lugar en la cintura de Bruno.
Comenzó a besarla en el cuello;
primero suave, con ternura, deslizando sus labios casi hasta sus hombros y
volviendo a subir sin presionar demasiado, hasta chocarse de lleno con su
mentón y volver a empezar. El secreto estaba exactamente ahí, en guiar a su
boca sin hacer fuerza con ésta, dejando que sus labios juguetearan con la
fricción que generaba el roce con la piel de Alejandra.
De un segundo al otro, dejó
escapar una leve sonrisa y desvió la mirada. Bruno ahora subía por su cuello
con destino intermedio en sus orejas. Primero la izquierda. Mordió muy despacio
su lóbulo; una vez, dos veces, tres veces. Pude ver la manera en que Alejandra
comenzaba a apretar cada vez con más fuerza la espalda de Bruno. Empezaba a
presionar con sus uñas, mientras su hombre proponía una danza bellísima y
por demás concupiscente entre su lengua y el oído de aquella hermosa mujer. Se
escucharon gemidos. Sí, la respiración de Alejandra se oía cada más agitada y
en cada suspiro se podía sentir el inmenso amor que tenía por Bruno. Él, en respuesta, la tomó fuerte de la nunca
y la besó en la boca. Ella respondió, naturalmente.
La carga erótica dominaba
la escena. Eran Bruno y Alejandra, y yo los miraba de reojo a través de mi
birome. Ellos querían que los viera, que los bajara a un papel, que volcara en
cada letra el amor animal que se tenían. Sin embargo, ahora la pantalla estaba
claramente partida y permitía ver dos filmes completamente diferentes. Como
cuando los vi por vez primera. Nuevamente, se presentaba ante mí la otra cara
de la manzana de Adán, el doble filo de la belleza atravesada por la extraña
sensación de malestar. Aquel 31 de diciembre, entendí que el peligro sólo podía
afectarme a mí. Y así continué desde mi perspectiva, cerca pero no tanto de
esos dos desconocidos que no paraban de mirarse. Yo, contra la ventana nevada,
no paraba de mirarlos.
Un grito de Alejandra me trajo
una vez más a Buenos Aires; al sucio cuarto de Hotel, a la repugnante cama y
aun así, a la más espectacular escena que pudiera haber visto en mi vida. Me
precipité sobre la hoja de papel y me dispuse a seguir escribiendo. Bruno ya no
besaba su cuello ni sus orejas. Ahora sus labios y en especial su lengua
devoraban a Alejandra de cuerpo entero. Mordía sus senos y se divertía con el
baile de sus pezones. De a poco sus manos usurparon el lugar de su boca y ésta,
condujo por el camino de su ombligo hasta dar en la potencia de sus muslos.
Alejandra estiraba con fuerza sus piernas, en una evidente voluntad de extender
el placer de un orgasmo que ya no podía disimular. Bruno sabía lo que hacía en
su entrepierna, y no dudó en estacionarse allí.
Fue una imagen que duró varios
minutos; Alejandra recostada con las piernas flexionadas, tomando suavemente la
cabeza de su amante que besaba incesantemente su vientre y sujetaba con firmeza
sus senos. Yo escribía. Mi exhaustividad para retratar cada detalle funcionaba.
Las marcas de sus cuerpos, las fricciones, el olor del sexo. Me estaban dando
su completa desnudez.
Pensé en cómo estaban vestidos la
noche en que los conocí. Su desnudez me abrumaba, pero no podía engañarme.
Alejandra vestida era un arma muy poderosa. Recuerdo que llevaba puesto un
vestido verde escotado que exhibía muy poco pero no ocultaba lo esencial. La
prenda no pasaba sus rodillas, pero el pequeño corte que tenía sobre la pierna
izquierda terminaba por hacer de aquella obra un gran misterio, e invitaba querer
un poco más de esa mujer. Alrededor de su cuello tenía un collar de plata que
hacía juego con sus aros, y sobre sus hombros semidesnudos caía lentamente su
pelo lacio y de color castaño. Era tanto como una fotografía perfecta.
En Buenos Aires su pelo iba de
aquí para allá con simpático desorden, mientras ella escupía risas, gemidos y
los gritos más bellos que alguien pudiese oír. La imagen de la cabeza de Bruno
sobre el vientre de Alejandra se había prolongado ya largos minutos. Sin
embargo, bastó con un susurro que no llegué a descifrar, para que una nueva
escena comenzara.
De a poco, Bruno fue dejando el
vientre de Alejandra para encaminarse en busca de su boca. Fue en ese mismo
beso, sí. Allí Alejandra lo condujo a su interior y éste comenzó a penetrarla. Era
un espectáculo. Se besaban, se mordían, se tiraban del pelo, se arañaban y
rasguñaban. Después se acariciaban y se volvían a besar. Siempre bajo el empuje
constante de Bruno y la mirada de uno fija en la del otro. Por nada abandonaban
ese juego, que en definitiva era eso: un juego. Uno hermoso sin dudas, que de
ninguna forma querían dejar de jugar. Probablemente, hicieran el amor hasta
agotarse por completo, hasta vaciar su humanidad entera en el cuerpo del otro.
Yo seguía escribiendo, tres hojas
y contando.
No cambiaron nunca de posición.
Durante algo más de hora y media, Bruno estuvo sobre Alejandra y ella lo
recibió de frente. Y así continuaban, sin siquiera pensar en detenerse para
trocar lugares.
Se besaron nuevamente, pero esta
vez duró más que besos anteriores. Labios y lenguas por todos lados en plena
batalla por la conquista del otro, y no se detenían. Podía verlos amándose con
desquicio, pero no sólo verlos; también podía oírlos. Las respiraciones excitadas,
los cuerpos húmedos emitiendo todo tipo de sonidos pegajosos, los alaridos de
Alejandra y los aullidos de Bruno. Su sexo era soberano sobre todos los
sentidos.
Comenzaron a acelerar. Alejandra
cruzó sus brazos sobre el cuello de Bruno y él tomó con deliberada fuerza sus
piernas. Comenzó a embestirla, sin límite alguno, pilotado únicamente por la
voracidad de sus instintos más primitivos. Alejandra mordía los hombros de
Bruno, su cuello, su boca, su nariz. Todo esto, y sus miradas aun estaban
perfectamente conectadas. Jamás habían desviado la vista, como yo no corría mis
ojos de ellos más que para escribir. Del papel a la cama y de la cama al papel.
Me di cuenta que yo también estaba empapado en sudor.
Aquella frecuencia rabiosa continuaba
y yo temblaba a medida que ellos la extendían. Noté cierta desaceleración pero
con mayor potencia. Cada estocada era casi brutal. Parecían estar llegando al
final, y Bruno, descargó en una explosión de semen todo el amor que tenía en su
cuerpo. Alejandra soltó un bramido sempiterno que rebotó mil veces de pared en
pared, transformando el cuarto en una auténtica caja de resonancia amatoria.
Bruno se desplomó casi como sin
vida sobre el lado derecho de la cama. Se quedó dormido instantáneamente.
Alejandra lo siguió, posándose sobre su pecho y envolviéndose con sus brazos
como si fueran un abrigo. Apoyó su cabeza sobre el mentón de Bruno. Estaba boca
arriba, casi sin fuerzas también, pero aún estaba despierta.
Yo ya había terminado. La silla
estaba al borde del colapso pero no terminaba de romperse. Y mientras me
balanceaba, observaba a Alejandra. Respiraba muy profundo y lentamente, con la
mirada perdida en el techo. Qué estaría pensando, cuántas imágenes estarían
recorriendo su mente.
Sus ojos comenzaron a cerrarse,
pero el techo no fue lo último que vio. Levemente inclinó la cabeza y me
encontró a mí, tan agotado como ellos, con el lápiz y el cuaderno en mis manos.
Me miró directo a los ojos durante algunos segundos, con una pequeña sonrisa.
Una vez más, como la primera vez que me vio y yo choqué con sus ojos azules,
aquel 31 de diciembre. Una imagen tan bella como inolvidable; Alejandra, sus
ojos y el infalible magnetismo sexual de su mirada. El reloj estaba a punto de
marcar la media noche y por alguna razón, ella decidió voltearse sobre su
hombro semidesnudo, para encontrarme a mí, que desde la mesa que daba a la
ventana nevada, no paraba de mirarla.
Y lo recuerdo bien, porque allí
también empecé a conocer a Bruno. Al verme acompañado por nadie más que mi
bebida, interrumpió amistosamente el circuito de nuestras miradas para que me
dirigiera a él. Era especial, sin dudas. Me había visto mirándolos por horas y
había dado cuenta de mi perplejidad. Con una seña y una gran sonrisa me invitó
a su mesa. Y yo acepté, naturalmente.
En Buenos Aires, Alejandra dormía
plácidamente sobre el regazo de Bruno.